‘ALFREDO BIKONDOA’, EXPOSICIÓN ORGANIZADA POR JEAN PAUL PERRIER FINE ART EN MARBELLA, EN EL CICLO ‘MASTERS OF THE XX & XXI CENTURIES’

Julio de 2013
La obra titulada ‘Ajanta’ protagonista de la exposición ‘Alfredo Bikondoa’ que organiza Jean Paul Perrier Fine Art Gallery, en el Club del Mar de Puerto Banús, dentro del programa de verano ‘Masters of de XX & XXI Centuries’, que incluirá otras exposiciones de artistas como Picasso, Miró o Dalí.

 

‘El último rostro de Ajanta’, de Álvaro Bermejo

 

Al oeste del continente indio, en el estado de Maharastra y en el centro de una hondonada boscosa junto a los montes Indyhagiri, se encuentra un conjunto de grutas artificiales excavadas durante el periodo de esplendor del arte Gupta. Más allá de la sacralidad del entorno, destaca un extraordinario conjunto de pinturas al fresco que representan las diversas reencarnaciones de Buda. Lo vemos como príncipe y mendigo, como iluminado y caminante, a veces solo, otras rodeado de sabios, de reyes y princesas. Sus rostros irradian una serenidad inquietante, una belleza extraña, una rara contemporaneidad en su factura, pese a que estamos hablando de un tiempo que se remonta al siglo VI de nuestra era. La humedad de las cuevas ha deteriorado el estuco con mano de artista, confiriendo a estas imágenes un cierto toque entre matérico y expresionista que recuerda las excoriaciones de Antoni Tapies. Pero, de entre todas ellas, hay una que parece surgida de un lienzo de Alfredo Bikondoa. Representa a un bodhisattva negra, a la que una dama ofrece una flor de loto, símbolo de la iluminación.

 

Me vino a la mente, como un fogonazo –no me atrevo a escribir como una visión-, aquel día en que visité el taller de Alfredo y me encontré ante un rostro de mujer como arrancado de las grutas de Ajanta. Parecía pintado en la misma roca calcárea, rasgado, dañado, sacralizado por el deterioro del tiempo. Su mirada callada, introspectiva, contenida en esos profundos ojos negros rebosados de silencio, trascendía la pura exterioridad del rostro para adentrarnos en lo más secreto de la consciencia.

 

El lienzo aparece partido en dos espacios con un enorme poder de sugestión. Su mitad izquierda solo es muro, un muro ocre, como de yeso rasgado, del que parece emerger el rostro de esa mujer joven, de ojos grandes y oscuros, cuyo rostro terroso parece diluirse, borrarse en una gama de grises. Es como si Bikondoa nos dijera que lo esencial de ese rostro reside, precisamente, en su parte muerta, en el muro que la enmarca, como a la espera de que alguien escriba su historia. Una historia que estamos impacientes por conocer, pues aquí todo es misterio.

 

En muchos casos en la historia del Arte, el misterio es definitivo. Nada sabemos acerca de la persona que se ofrece ante nuestra mirada. En otras ocasiones podemos saberlo todo, pero la mano del artista nos revela aquello que ignoramos y que, sin embargo, constituye lo esencial de la personalidad de su modelo, además de la del propio artista, quien configura su retrato desde lo más genuino de su sensibilidad.

 

No estamos aquí ante uno de esos retratos tardomodernos que pretenden ser una fotografía hiperrealista. Muy lejos de todo esto, el empeño de Bikondoa parece apuntar a un propósito antagónico. Más que revelar, busca ocultar. En vez de pintar el retrato de un ser de carne y hueso, pinta el retrato de un alma. Nebulosa, misteriosa, evanescente, surgida de la piedra, pero sostenida por la consciencia. Hay algo en ella de los retratos alemanes de los años veinte, su aire estático y la severidad de su expresión. Pero los colores son de una época muy anterior, una gradación de ocres oxidados, de grises casi violetas, de oros y tierras. Arte Gupta, pero también prerrománico. Pinturas funerarias de El Fayun, pero también puro expresionismo del siglo XXI.

 

Junto con la flecha horizontal que rasga el muro y apunta al secreto de su mirada, lo más moderno de la Ajanta de Bikondoa es su belleza seca, sin arreboles ni blanduras, solo línea y volumen: el rostro en escorzo, los pómulos altos, el mentón fuerte, la boca dibujada con una sensualidad de labios carnosos que también encierra un gesto de sutil determinación. Por su impersonalidad, da la sensación de representar un arquetipo femenino. No obstante, su individualidad resulta tan poderosa, tan intensa, que ese retrato de mujer, más que el espejo de un alma, refleja el alma de quien está mirándola. Y, sin mirarnos, atrapada en su muro como en un jardín secreto, nos habla. Invitación al misterio, aceptación de la muerte, nirvana de la serenidad, equilibrio de la mente y de los sentidos.

 

Hay una puerta invisible, abierta a nuestra espalda. Mientras contemplo una y otra vez la Ajanta de Bikondoa, tengo la sensación de que él ya ha conseguido atravesarla.